lunes, 14 de octubre de 2019

El dilema de las expulsiones escolares: ¿sacrificar un alumno para salvar una clase?

Ulises Culebro

La sanción tradicional para los 'malotes' de clase cada vez tiene más detractores. En vez de verla como un castigo, los alumnos expulsados se la toman como unas 'vacaciones' extra. Colegios de toda España buscan nuevas vías para reconducirlos
Son la carne de cañón de un sistema educativo que, cuando llegan a Secundaria, les hace repetir curso más que en ningún país de Europa. Son muchos los chavales que abandonan el instituto a niveles récord en nuestro entorno, los que acumulan partes de disciplina, los del «vete a tu casa unos días»... Hasta que llega un profesor que los pone en la calle definitivamente. Y, en su mayoría, son varones.
Pero, lo que antes era un estigma, ¿lo sigue siendo? ¿O acaso este castigo se ha convertido en un premio? Y, sobre todo, ¿mandarlos a casa unos días sirve para que reflexionen? ¿O sólo para que jueguen (aún más) a la consola?
Desde hace meses, una comisión parlamentaria de Reino Unido trata de contestar esa pregunta. Mientras, en España, el célebre juez de menores Emilio Calatayud pide a los profesores que los dejen en el colegio. «Los niños tienen que estar en la escuela», dice tajante.
Quizá no en su clase. Pero sí dentro del recinto escolar o supervisados por personal del centro. Aunque conseguirlo no sea fácil.
Los profesores se defienden. Dicen que sólo expulsan alumnos cuando no queda otro remedio. Al cuarto parte de disciplina, en muchos casos. Pero, a estas alturas del curso, ya habrá alumnos que acumulen más de uno: porque no paren de hablar, porque jamás hagan los deberes, porque falten al respeto a sus compañeros y al profesor...






Hay institutos que intentan lidiar con el problema en aulas de convivencia -disciplina es una palabra prohibida-, como en el IES Jacaranda, de Churriana (Málaga). Allí, explica Elena Campano, coordinadora de una de estas aulas, los chavales empiezan el curso con un carné de puntos que van perdiendo por incidencias en clase. Además, con ayuda de profesores voluntarios se les hace ver cómo recuperarlos y se habla. De esta forma el clima en el centro mejora. Pero se trata de un trabajo de años, de dar ejemplo, de cohesión de equipo, de trabajar en red con otros centros para compartir experiencias.
Mercedes García Paine preside una asociación que da apoyo escolar a más de 200 niños en riesgo de fracaso escolar en la barriada de Mangas Verdes (Málaga). A muchos los han echado alguna vez del colegio: «Creo que mandarles a casa es una medida desmesurada y, en realidad, lo que hacen es dar vacaciones a los niños».
Campano cree ineludible dejar de ignorar una realidad: en muchos hogares, los niños expulsados van a estar solos. Ya hay numerosas familias con los padres separados o con ambos en el trabajo. Y, cuando el instituto está en una zona conflictiva, como en el que trabajó Nuria, profesora de Química, la alternativa es la calle y el inicio precoz en el consumo de drogas.
En la comisión británica se recopilaron datos y perfiles: los niños más castigados son de familias desestructuradas, de entornos socioeconómicos difíciles, en ocasiones, con dificultades de aprendizaje. Un retrato que comparte rasgos con el del fracaso escolar en España, que se ceba mucho más en estos perfiles. Si, además, las familias no se involucran en la educación, el cóctel va tomando forma de conducta explosiva.
Asumir eso supone que los colegios deban trabajar más estrechamente con los servicios sociales y convertir las escuelas en una suerte de centro asistencial. Según Campano, hacen falta más orientadores porque los institutos cada vez son más heterogéneos, con niños de distintos niveles educativos y circunstancias personales. Ella agradecería un enfoque más social en los institutos: «Cuando expulsamos a los niños intentamos que, con los servicios sociales, hagan algún tipo de trabajo, con un horario, pero hacen falta monitores».
Lo ideal para el juez Calatayud sería que esa fuera la norma: «En pueblos pequeños se hace, como en Dolosa (Navarra), o en Agüimes (Las Palmas)». El éxito de la iniciativa del IES Pablo Sarasate de Navarra hizo que el Gobierno foral extendiera el programa Expulsión no, opción alternativa«Si les echan, que estén ayudando a los viejecillos, pero no en su casa tumbados o en la calle», añade el magistrado de Granada, famoso por echar mano de ese tipo de castigos. De hecho, muchos de los que llegan a él han pasado antes por un rosario de expulsiones: «Así me llegan a veces que apenas saben leer y escribir aunque estén en Secundaria».






Hay profesores que discrepan. Según ellos, su labor se limita transmitir conocimientos y establecer normas claras, cuyo incumplimiento tenga consecuencias evidentes. Tom Bennet, redactor de un informe gubernamental sobre la disciplina en los colegios británicos, cree que a veces se debe tirar la toalla en beneficio del centro: «Es verdad que las expulsiones no sirven de mucho para el niño, no son terapia, pero es un respiro para la clase y para el colegio, especialmente si la indisciplina era severa y violenta, con insultos y peleas».
Alberto Royo, profesor y autor de Contra la Nueva Educación, cree también que el castigo «no solo puede servir para que un alumno reaccione». Y añade: «También sirve o puede servir para proteger a los alumnos que sí quieren aprender».
Ese es el gran dilema, si la expulsión pretende beneficiar al alumno díscolo o al resto de la clase.
En Reino Unido, los diputados que elaboraron el informe criticaron la excesiva ligereza con la que, en su opinión, se echa mano de esta medida, algo que no ocurre en España según los docentes consultados. Además, puntualizan que los niños se van a su casa con unas tareas que deben realizar. Pero, se pregunta Nuria, «si no las hacen nunca, ¿las van a hacer cuando les has echado?». Eso tiene repercusión en las calificaciones y así se empieza a pavimentar el camino al fracaso escolar.
Calatayud también entiende a los profesores que no quieren permitir que unas chavales «revienten su clase». Y sabe, porque los trata a diario, que hay padres reticentes a que sus niños se dediquen, por ejemplo, a limpiar los comedores o las papeleras. El hiperproteccionismo paterno también se extiende al cuestionamiento de los castigos a los niños en el colegio. Pero insiste en su enfoque: «En casa no van a reflexionar nada y el niño tiene que estudiar por lo civil, porque luego acabo yo obligandóle a que lo haga por lo penal», explica sobre las trayectorias de fracaso que son fáciles de vaticinar.
Lo sabe bien Nuria: «La inmensa mayoría de los partes los acumula un grupo de alumnos, sobre todo chicos». Ella es de las que abre el melón de los itinerarios educativos, aunque la segregación sea tabú para algunas autoridades y su implantación en la LOMCE fuera muy criticada: «A los 14 años, un niño ya sabe si le gusta seguir estudiando o no. Y es difícil obligarles o hacerles cambiar de opinión. Son niños que no quieren estar en el colegio. Debería haber unos recursos para que aprendieran un oficio básico de alguna manera».






Esta docente defiende la utilidad de los talleres de padres. El inconveniente, asegura, es que quienes acuden son justo los que menos lo necesitan: «Son los que están interesados en la educación de los niños, los que tienen hijos buenos», dice Nuria, que cuenta el miedo que le metieron sus compañeros cuando fue tutora de algunos de los que no aparecían por allí: «Había una niña que me pedía una bayeta para limpiar. Decía que era lo que iba a acabar haciendo».
Porque también hay un problema de expectativas. Otra estrategia es llamar mucho a los padres, hacerles corresponsables de la educación de su hijo: «Tenía un compañero que, cada vez que un niño se portaba mal, llamaba al padre al colegio, más que a la madre, porque ya sabemos que hay machismo y suelen ser las madres las que se ocupan del colegio. Pues él, al padre. Llegaba un momento en el que era el padre el que enderezaba al hijo, cansado de ir».
Al hijo del arquitecto Kino Cano le pillaron fumando en un baño y eso era motivo de expulsión en su colegio. Los padres convencieron al centro para que el chaval limpiara zonas comunes. «Funcionó. Nunca más le expulsaron», dice el padre.
En el IES de Churriana, en el que se intentan estrategias en el aula de convivencia, los profesores son voluntarios, con el incentivo de que mejore el ambiente.
«Se nota hasta en el respeto al mobiliario del instituto», explica Campano. Una compañera lo corrobora: «Yo me paso la hora comiéndoles la cabeza. Por lo general, son niños que no saben nada del mundo, que no les hacen caso sus familias. A algunos, los metemos en el camino de la FP básica y es impresionante el cambio que se ve en dos o tres años, cuando encuentran su sitio y algunos siguen».
En Reino Unido se sabe, gracias a su informe, que hay 40 expulsiones diarias. En España, es difícil saberlo. Cruz Roja sí que detectó que en Castellón había 135 durante el curso escolar y se puso a ayudar. Bárbara Pallarés fue una de las encargadas del proyecto: «Había unos 10 institutos que se ponían en contacto con Cruz Roja por necesidad de atender de alguna manera a los expulsados y así nació el programa». Los voluntarios trabajan durante 10 días con los expulsados, los llevan a ver iniciativas sociales e incluso los ponen al lado de chavales que están allí estudiando por las tardes porque quieren. «Además les ayudamos con becas y libros. Eso cambia la actitud hacia los otros», explica.
Los viernes toca reunión con el instituto y con las familias para ver si ha servido de algo el que Cruz Roja les enseñe ciertas habilidades sociales, si se puede cambiar algo. «Alguno se ha quedado de voluntario en asociaciones que conoció con el programa», dice Pallarés, que explica que el programa se ha extendido a otras zonas de España, como Zaragoza. «En algunos casos, ha sido un punto de inflexión para ellos. Tiene un impacto positivo».
Lo que no está tan claro es si las expulsiones a casa sirvan para algo parecido.

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